martes, 23 de febrero de 2010

La antigua historia de Rödhake (Parte 1)


Érase una vez un amanecer.

Uno de esos que saluda con una inmensa niebla espesa, húmeda y fría, y da paso de repente a un sol espectacular y sonriente, tras haberse desvanecido.

M, como todas las mañanas, aprovechó el amanecer ara observar la niebla mientras salía el vaho de su inmenso tazón de leche hirviendo, situado en la mesa del comedor. Aún todos dormían, sumidos en el placentero sueño que ofrece el valle con su silencio, tan sólo quebrado por el lejano cantar de un cuco.

Pensativo, M repasaba mentalmente los quehaceres matinales, mientras bebía pequeños sorbos de leche y troceaba queso y membrillo.

"En unas horas, el sol va a calentar bastante" y decidió apresurarse y salir de casa.

Unos minutos después, se encontraba manos a la obra, con las manos enfundadas en sus guantes curtidos, una camisa vieja, el sombrero de paja a mano y el sacho apoyado en el pie. "Aún habrá quien se queje del día que hace, se está fabuloso", se dijo.

Tras hacer los surcos calculados meticulosamente con la vista y la experiencia, M plantaba uno a uno los pequeños brotes, con cuidado, con mimo, casi acariciándolos.Los hundía en la tierra con delicadeza y los recubría con un suave manto de tierra. Uno tras otro, lentamente...hasta que se percató de una presencia extraña: no estaba solo.

Sin incorporarse, levantó la vista, y se dio cuenta de que frente a sí había alguien, y que le estaba observando. Recorrió el peqeño muro de piedra con la vista, desde abajo, y al lelgar al borde, se encontró con unos diminutos ojillos que le observaban fijamente. Un pequeño petirrojo descansaba sobre la piedra más saliente del muro, e inmóvil, como formando parte de él, observaba fjamente los ojos de M.

Pasaron unos segundos que parecieron horas, ambos con la mirada fija en el otro, cuando finalmente M se incorporó, apoyándose sobre el mango del sacho, sin dejar de mirar a su acompañante; "Hacía tiempo que no veía un paporrubio tan de cerca", y sin saber porqué, sonrió.

De repente, el pajarillo emitió un leve silbido, arqueó la pequeña cabeza, y siguió mirándolo, parecía su modo de devolverle la sonrisa.

Con curiosidad y asombro de que su nuevo compañero no hubiera huído frente a la presencia tan peligrosamente cercana de un ser humano, M volvió a agacharse, apoyando el sacho en el muro, y siguió plantando, quizás con más delicadeza si cabe, recordando que día tras día dedicaría su pequeño rato de atención a cada una de esas plantas para que dieran lo mejor de sí mismas, y crecieran elevándose fuertes y decididas, ya que para él, al fin y al cabo, cada una de ellas era como un pequeño hijo más.

Cuando despejó el día, M se cubrió la cabeza con el sombrero de paja tras recoger, con el pañuelo de tela, las gotas de sudor que ya empañaban su frente. Y sorprendido, observó que el paporrubio seguía allí, en el muro, pero esta vez picoteando una pequeña lombriz que sostenía entre sus patas. El pequeño pájaro levantó la cabeza, abandonando su banquete, para mirar a M y emitir un silbido. M no sabía muy bien porqué, pero ese silbido le sonó a un "¿Quieres un poco?", y no pudo por menos que soltar una carcajada, que fue contestada por otro alegre silbido del petirrojo.

Oyó voces que salían de la casa, lo que indicaba que habrían despertado ya todos, y supuso que estarían desayunando. Apoyó sus bártulos en el suelo, sacó de nuevo el pañuelo del bolsillo para secarse el sudor, y se dirigió a la casa.

En un instante de curiosidad, detuvo su marcha, se giró, y miró hacia atrás, hacia el muro. Allí seguía el petirrojo, mirándole fijamente. De repente, comenzó a dar saltitos de un lado a otro del muro, emitiendo pequeños silbidos, que a M le parecieron de reproche. En los ojos del pequeño pájaro, M podía leer un "No te vayas!", y ante tan extraña danza, el campesino sonrió al paporrubio, y mientras sonreía, le dijo "Vuelvo ahora, hombre!" y se dirigió a la casa.

El desayuno en la cocina estaba en su punto culminante. Mientras la esposa de M alardeaba de verborrea continua, mientras iba de un lado a otro de la cocina quitando y poniendo cacharros, comida, leche, café, todo, sin control y sin tino ni tasa, su nuera fregoteaba la cocina, y a la vez, su hijo jugaba a robar la nariz a la nieta, impidiéndola desayunar. A pesar del barullo, M se encontraba satisfecho entre ellos, entre la costumbre y el cariño, no era para menos. Aun así, no dijo nada de su nuevo amigo. Por lo menos, no de momento ...

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